7 de octubre, Mario recibe la Noticia en Nueva York que la academia sueca le otorgo el Premio Nobel de Literatura, 2010
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Por cada elogio recibirás dos insultos", le dijo una vez Pablo Neruda a Vargas Llosa. Ignoro si esa proporción se haya cumplido, pero sé en cambio que pocos escritores de nuestro tiempo han sido tan gratuitamente calumniados, o sus ideas tan dolosamente distorsionadas, como Mario Vargas Llosa. Si uno se descuida escuchará que el autor de La ciudad y los perros es un autoritario, que el autor de La guerra del fin del mundo es un conservador, que es un militarista el autor de La Fiesta del Chivo. Yo he escuchado todas estas variaciones de un mismo tema: Vargas Llosa como hombre de derechas (en el mejor de los casos) y como reaccionario peligroso (en casi el peor). La única manera de explicarse el asunto es recordando a Borges, para quien la fama era quizá el peor de los malentendidos, salvo que la fama no puede explicar por sí sola las prestidigitaciones que hacen sus enemigos para convertir a Vargas Llosa en lo que no es ni ha sido nunca. Pero ahí están sus textos para contradecirlos. Salvo que los detractores de Vargas Llosa no suelen leer a Vargas Llosa, un poco como aquellos que se negaban a creer en los descubrimientos cósmicos de Galileo, pero también se negaban a mirar por el telescopio para comprobarlos.
Nacimiento: 28-03-1936
Lugar:Arequipa
Porque pocos como Vargas Llosa han defendido las ideas que la mejor izquierda ha reclamado tradicionalmente para sí. Que yo recuerde, no hay otro novelista de su generación que haya defendido con tanta terquedad la libertad del individuo, o que tanto haya defendido al individuo frente a las mil fuerzas que lo amenazan diariamente. Vargas Llosa se ha enfrentado a toda forma de autoritarismo, desde el que ejercen los Gobiernos del signo que sea hasta el que practica, con tan dañinos resultados, la ubicua Iglesia católica. Y no hablo de sus novelas, que son formidables alegatos contra todas las formas de poder (público pero también íntimo). Hablo de sus columnas y sus ensayos y sus discursos, donde Vargas Llosa ha defendido el derecho de las mujeres a abortar, la igualdad para los homosexuales, la legalización de la droga, y donde ha atacado los nacionalismos de todo tipo y los recortes a la libertad individual, cualquiera que sea su justificación. Frente a otros escritores latinoamericanos de su rango, Vargas Llosa no ha considerado que la libertad de expresión o la integridad personal puedan violarse si el que la viola se dice socialista, ni que el despotismo militar sea aceptable si se produce en nombre de un ideal noble, de un futuro mejor o de una sociedad perfecta. Al contrario que tantos otros, Vargas Llosa nunca ha considerado que las ideologías sean más importantes que los hombres. La vida de una sola persona humana, recordaba Vargas Llosa que decía Camus, es más valiosa que cualquier idea. Y así ha vivido.
Náufrago en una isla desierta, si la diosa Fortuna le permitiera a Mario Vargas Llosa llevarse para su solaz un solo libro de todos los que ha escrito, escogería Conversación en La Catedral. Yo en cambio espigaría de entre su obra La casa verde, una de las novelas más simbólicas, en ocasiones de tendencia casi surrealista, que ha salido de su pluma. Hace ahora cuatro años que comentamos esta breve discrepancia, como algunas otras menores entre nuestras muchas coincidencias, durante un coloquio en la Feria del Libro de Madrid, con motivo de la presentación de la obra completa de Mario, editada por Alfaguara. Es imposible, por supuesto, no rendirse ante la evidencia de que La casa verde no fue ni su mayor éxito de ventas ni el libro más apreciado por la crítica, pero la carpintería literaria que cimienta la obra, su magistral mezcla de lugares, tiempo y emociones, me parecieron ya cuando salió todo un homenaje a la literatura, a la belleza del arte, en estado prácticamente puro.
Leí la primera novela de Mario, La ciudad y los perros, nada más publicarla Seix Barral en 1963, como ganadora del Premio Biblioteca Breve. Apenas un año más tarde recalé en la sede central de la agencia de noticias France Presse, en la plaza de la Bolsa parisiense, en demanda de un puesto de becario como redactor de la sección de América Latina. Tienes suerte, me dijeron, hace poco se nos marchó un peruano, un tal Vargas Llosa; le dieron un premio de novela y al parecer ha decidido dedicarse desde ahora solo a la literatura, te puedes sentar en su silla. Así lo hice, ¡y a ver si se me pega algo!, pensé entre sonrisas. A partir de aquella anécdota he seguido paso a paso la trayectoria de Mario, como lector primero, como amigo, editor y compañero en las tareas de Academia después. Es el creador de un modelo literario cercano a la perfección. Por un lado, siempre ha sido antes que nada un contador de historias, un narrador puro, de una plasticidad formidable en sus descripciones, siempre preocupado, no obstante, por el rigor en los detalles y la comprobación de los mismos, lo que le acerca de manera inevitable a las fronteras del mejor periodismo. Por otro, es de admirar su personal involucración en la política, desde una concepción sartriana del compromiso, delengagement tal y como lo entendíamos y lo pretendíamos vivir en aquella década de los sesenta, dorada para nosotros todavía, en nuestra memoria y en la de nuestras frustraciones. De La ciudad y los perros me había impresionado su sencillez narrativa, la plasticidad del relato y su cercanía a algunas vivencias de la España de entonces. Las experiencias del colegio militar de Lima se parecían como un huevo a otro huevo a las que muchos reclutas de la mili tenían que padecer en el ejército español. El antimilitarismo era corriente obligada entre los jóvenes de la época, y tras mi estancia en París, cuando me vi obligado a ingresar en una escuela de automóviles del Ejército del Aire como orgulloso perteneciente a la clase de tropa, volví a agarrarme a aquel libro que demostraba hasta qué punto la vulgaridad de los comportamientos de nuestros instructores y mandos era idéntica, en su zafia brutalidad, a la que Vargas Llosa describía. Pero la llegada de La casa verde, que había escrito en París precisamente durante la época en que se ganaba la vida como redactor de France Press, constituyó para mí una revelación de la que todavía disfruto. Creí entender entonces, y lo sigo pensando ahora, que aquel era un experimento, trabajoso y pertinaz, de alguien absolutamente decidido a escribir la novela total (un empeño este que luego veríamos repetido en obras tan inmensas como Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo). En las descripciones de los escenarios amazónicos y de la choza prostibularia de Piura -por utilizar sus propias palabras- descubrí a un tiempo la herencia de un Faulkner y una intensa sensualidad, entre refinada y sórdida, producto de las lecturas de Flaubert. Creo que no ha habido en la literatura castellana nadie capaz de emular a Mario en su destreza magistral a la hora de convertir el sexo en materia prima de la belleza artística.
Placa antártica
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Revertida una edición de 189.141.234.64 (disc.) a la última edición de
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